Me encantan esos momentos en los que no se es esclavo del
tiempo, en el que caminas sin destino, sin rumbo alguno, hasta donde los pies
te lleven…
Esa sensación de libertad tan inmensa que llena tu ser de
euforia, en el que dejas volar tu imaginación por todos los rincones
imaginables e incluso más, caminas con la cabeza distraída.
En dos segundos has repasado una y otra vez todos tus pensamientos
más profundos y les has dado libertad al igual que a tus sentimientos, los
dejas volar libremente sin que te influya ninguno de ellos.
Y miras como un extraño todo lo que te rodea, como si no lo
hubieses visto nunca, como si fuera la primera vez. Es entonces cuando te das cuenta de cuanta belleza te
rodea y no puedes evitar sonreír levemente.
La gente se gira al verte pasar, te mira a los ojos y te
sonríe, como si hubieses desvelado la clave de todo lo que te rodea, pero están
tan perdidos como tú y sin embargo son sonrisas tan sinceras y alegres las que
te proporcionan que se te contagian, empezando la cadena de la felicidad que
nunca fue más simple.
Y entonces eres tú el portador de la llave, la llevas en los
labios y reflejada en los ojos, y así es como empiezas a contagiar a todo el
que se te cruza con la enfermedad de la sonrisa, que contamina tu ser de una
nueva y grata felicidad; una felicidad que te eleva al cielo, que te llena, la
felicidad de compartir tu alegría igual que otros la compartieron contigo, la
sensación de deber libre.
Simplemente es: maravilloso.
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